“Estaremos libres de la tiranía siempre y cuando
cada uno de nosotros recuerde siempre su deber de ciudadano, ¡exigiendo siempre
la verdad! La democracia no es un viaje gratuito” (1:35)
El thriller de
2010 dirigido por Doug Liman, Caza a la
espía, recrea la biografía de una ex
agente de operaciones encubiertas de la CIA, que se mueve en un contexto aún
polémico, el asunto de las armas de destrucción masiva en Iraq.
Durante 18 años
Valerie Plame oculta a qué se dedica. La información que maneja por asuntos de
trabajo, aunque es de interés público -“¿Representa Sadam una amenaza para la
sociedad?”- se considerada privada, y Valerie (Naomi Watts) no puede compartirla. Pero sí lo hace con Joe
(Sean Penn), su marido, que se involucra en la investigación para averiguar si
Níger estaba proporcionando tubos de uranio a Iraq. Y descubre que no. Valerie
se involucra lo suficiente como para que le suponga el despido de su puesto de
agente en la CIA. La historia muestra la
primacía de la seguridad de la
información, tanto en el ámbito diplomático como privado.
El ex presidente
de EE.UU George Bush aparece mintiendo a todos los ciudadanos a través de la
televisión, dando mensajes de paz y ocultando sus estrategias relacionadas
con el material armamentístico.
Joseph Wilson y Valerie Plame |
Las imágenes reproducen fielmente la indignación y
la impotencia de Joe ante esta situación, la espiral de silencio en la que se ve atrapado. En una
sociedad en la que la opinión pública no es la mayoritaria sino la dominante.
Las primeras reacciones de Valerie son auto-silenciar su opinión: “Esos hombres son los más poderosos, ¿qué crees que pueden temer frente a Joe Wilson?” La respuesta de Joe: “Tenemos que contraatacar”. Ella prefiere asumir los rumores y silenciar la verdad: “¡Es la Casa Blanca! ¿Crees que puedes actuar contra ella?” Le puede el temor ante la amenaza del bombardeo mediático. Pero Joe insiste: “¿Un buen americano debe mantener la boca cerrada y mirar hacia otro lado?” Finalmente deciden hacer frente a la verdad y, en consecuencia, el nombre de Valerie es filtrado a petición de la Casa Blanca. Los medios se abalanzan sobre su vida privada y la de Joe.
Las primeras reacciones de Valerie son auto-silenciar su opinión: “Esos hombres son los más poderosos, ¿qué crees que pueden temer frente a Joe Wilson?” La respuesta de Joe: “Tenemos que contraatacar”. Ella prefiere asumir los rumores y silenciar la verdad: “¡Es la Casa Blanca! ¿Crees que puedes actuar contra ella?” Le puede el temor ante la amenaza del bombardeo mediático. Pero Joe insiste: “¿Un buen americano debe mantener la boca cerrada y mirar hacia otro lado?” Finalmente deciden hacer frente a la verdad y, en consecuencia, el nombre de Valerie es filtrado a petición de la Casa Blanca. Los medios se abalanzan sobre su vida privada y la de Joe.
Detrás de esta historia está la de Judith Miller, periodista
de The New York Times que cumplió 3
meses de condena en la cárcel por no revelar sus fuentes. La historia comienza
el 6 de julio de 2003, cuando Joseph Wilson, ex embajador de EE.UU, escribió
una columna en The New York Times en la que decía que el gobierno de George
Bush estaba dando información falsa sobre Irak para justificar su invasión.
Cuenta aquí que había sido elegido para ir a Níger a comprobar el rumor sobre
la supuesta compra de un tipo de uranio, por parte del régimen de Sadam Hussein,
para fabricar armas nucleares.
Por su parte, Robert Novak, periodista colaborador
en varios diarios, entre ellos The Washington Post, afirmó que Wilson tenía
información clasificada porque su esposa, Valerie Plame, era una agente
encubierta de la CIA. Wilson se defiende atribuyendo la filtración al
jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, Lewis Libby.
Judith Miller |
Tanto Cooper como Miller llevaron el caso a la Corte
Suprema, pues se negaban a revelar sus fuentes, pero ésta se negó
a tratar su caso. Ante la presión que estaba recibiendo el periodista
Matthew Cooper, la revista Time entregó sus notas, en las que quedaban
identificadas las fuentes, para que el periodista no entrara en prisión. Cooper
no quería declarar ante la justicia, pero su fuente lo llamó para autorizarle a
revelar su identidad.
Judith Miller, a diferencia de Cooper, permaneció en
prisión durante 3 meses. Transcurrido este periodo, su fuente, Lewis Libby -recordamos que era el jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney- le autoriza a revelar su identidad.
Esta historia real muestra cómo el hecho de que las
fuentes se vean obligadas a ceder ante la justicia perjudica a los periodistas y al derecho de
información del ciudadano. La decisión de proteger o no la identidad de las
fuentes no es por desgracia una que pueda tomarse exclusivamente desde la ética
periodística.
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