lunes, 11 de marzo de 2013

Caza a la espía y la historia que hay detrás


Imagen de comentamoscine.com


“Estaremos libres de la tiranía siempre y cuando cada uno de nosotros recuerde siempre su deber de ciudadano, ¡exigiendo siempre la verdad! La democracia no es un viaje gratuito” (1:35)




El thriller de 2010 dirigido por Doug Liman, Caza a la espía, recrea  la biografía de una ex agente de operaciones encubiertas de la CIA, que se mueve en un contexto aún polémico, el asunto de las armas de destrucción masiva en Iraq.


Durante 18 años Valerie Plame oculta a qué se dedica. La información que maneja por asuntos de trabajo, aunque es de interés público -“¿Representa Sadam una amenaza para la sociedad?”-  se considerada privada,  y Valerie (Naomi Watts) no puede compartirla. Pero sí lo hace con Joe (Sean Penn), su marido, que se involucra en la investigación para averiguar si Níger estaba proporcionando tubos de uranio a Iraq. Y descubre que no. Valerie se involucra lo suficiente como para que le suponga el despido de su puesto de agente en  la CIA. La historia muestra la primacía de la seguridad de la información, tanto en el ámbito diplomático como privado.     
                                                   
El ex presidente de EE.UU George Bush aparece mintiendo a todos los ciudadanos a través de la televisión, dando mensajes de paz y ocultando sus estrategias relacionadas con el material armamentístico.
Joseph Wilson y Valerie Plame
Las imágenes reproducen fielmente la indignación y la impotencia de Joe ante esta situación, la espiral de silencio en la que se ve atrapado. En una sociedad en la que la opinión pública no es la mayoritaria sino la dominante. 

Las primeras reacciones de Valerie son auto-silenciar su opinión: “Esos hombres son los más poderosos, ¿qué crees que pueden temer frente a Joe Wilson?” La respuesta de Joe: “Tenemos que contraatacar”. Ella prefiere asumir los rumores y silenciar la verdad: “¡Es la Casa Blanca! ¿Crees que puedes actuar contra ella?” Le puede el temor ante la amenaza del bombardeo mediático. Pero Joe insiste: “¿Un buen americano debe mantener la boca cerrada y mirar hacia otro lado?” Finalmente deciden hacer frente a la verdad y, en consecuencia, el nombre de Valerie es filtrado a petición de la Casa Blanca. Los medios se abalanzan sobre su vida privada y la de Joe.

Detrás de esta historia está la de Judith Miller, periodista de The New York Times  que cumplió 3 meses de condena en la cárcel por no revelar sus fuentes. La historia comienza el 6 de julio de 2003, cuando Joseph Wilson, ex embajador de EE.UU, escribió una columna en The New York Times en la que decía que el gobierno de George Bush estaba dando información falsa sobre Irak para justificar su invasión. Cuenta aquí que había sido elegido para ir a Níger a comprobar el rumor sobre la supuesta compra de un tipo de uranio, por parte del régimen de Sadam Hussein, para fabricar armas nucleares.

Por su parte, Robert Novak, periodista colaborador en varios diarios, entre ellos The Washington Post, afirmó que Wilson tenía información clasificada porque su esposa, Valerie Plame, era una agente encubierta de la CIA. Wilson se defiende atribuyendo la filtración al jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, Lewis Libby.



Judith Miller
Matthew Cooper, periodista de la revista Time, escribió sobre la citada relación entre Wilson y una agente encubierta de la CIA. Judith Miller investiga el caso, contrastando la información con sus fuentes, pero no publica nada al respecto. Aun así, ambos -Cooper y Miller- fueron citados por el juez para revelar sus fuentes y colaborar de esta manera con la investigación fiscal que busca la identidad del funcionario del gobierno que filtró el nombre de Valerie. Ya que revelar la identidad de un agente secreto de la CIA,  si se realiza intencionadamente, supone un delito federal en EE.UU.

Tanto Cooper como Miller llevaron el caso a la Corte Suprema, pues se negaban a revelar sus fuentes, pero ésta se negó a tratar su caso. Ante la presión que estaba recibiendo el periodista Matthew Cooper, la revista Time entregó sus notas, en las que quedaban identificadas las fuentes, para que el periodista no entrara en prisión. Cooper no quería declarar ante la justicia, pero su fuente lo llamó para autorizarle a revelar su identidad.
Judith Miller, a diferencia de Cooper, permaneció en prisión durante 3 meses. Transcurrido este periodo, su fuente, Lewis Libby -recordamos que era el jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney- le autoriza a revelar su identidad.

Esta historia real muestra cómo el hecho de que las fuentes se vean obligadas a ceder ante la justicia perjudica a los periodistas y al derecho de información del ciudadano. La decisión de proteger o no la identidad de las fuentes no es por desgracia una que pueda tomarse exclusivamente desde la ética periodística.


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